Este régimen (también llamado “sociedad de gananciales”), parece ser que de origen godo, de hondísima tradición histórica en nuestro derecho y sociedad se encuentra resumido en el artículo 1344 del Código Civil que establece que “Mediante la sociedad de gananciales se hacen comunes para los cónyuges las ganancias o beneficios obtenidos indistintamente por cualquiera de ellos, que les serán atribuidos por mitad al disolverse aquélla”.

     Como puede apreciarse es un régimen igualador y solidario, en el sentido que no hace distinciones de origen en las ganancias y pérdidas acaecidas tras el matrimonio y que impone a ambos cónyuges una misma diligencia y responsabilidad en su relación con los bienes. Considerado como un régimen que ayuda al desfavorecido, ha sido tan alabado como criticado a lo largo de su extensa historia.

     “Nombre feo y cosa hermosa (...) así es que las palabras bienes gananciales podrán parecer vulgares pero de mí sé decir que las encuentro nobles, armoniosas y tiernas, supuesto que significan asociación, trabajo, emancipación (...), que la mujer tuviese derecho a una parte de los adquiridos durante el matrimonio era reconocer a la asociada del marido, era proclamar su influencia en la prosperidad de la casa, era finalmente hacer desaparecer del matrimonio la idea de unión de un ser superior con otro inferior, para convertirlo en una asociación de dos seres libres conspirando a un mismo fin con igual inteligencia”

Historia moral de las mujeres. Pág. 188. E. Legouvé. Madrid 1860.

     Tan honda raigambre tiene este sistema en nuestro Ordenamiento Jurídico que el CC en su artículo 1316 lo configura como el régimen que se aplicará en defecto de pacto (o cuando éste no sea válido), operando, en este caso, de manera automática inmediatamente tras la celebración del matrimonio.

     Su principal característica es la de crear un patrimonio común para los cónyuges que convivirá con los patrimonios privativos de cada uno de ellos. El hecho de ser un patrimonio común implicará que mientras subsista el régimen no serán propietarios de partes del mismo, sino que cada cónyuge será propietario del total junto con el otro. Conviene desmontar aquí la falsa idea cinematográfica de la línea de tiza dividiendo pasillo, comedor, mesas y sillas, televisor… No conviene hablar de mitades (por lo tanto es falsa la afirmación de “tú con tu mitad y yo con la mía”) sino de participaciones sobre los derechos.

     Posteriormente, cuando el régimen se extinga, se procederá a su disolución y liquidación lo que ya implicará la atribución de bienes concretos a los cónyuges, desapareciendo ese “patrimonio común” que volverá, de forma más o menos justa, a integrarse en los patrimonios personales privativos de cada cónyuge.

     El principal problema que comporta este régimen es el de su doble configuración, en efecto, la coexistencia de dos patrimonios (uno privativo y otro ganancial) puede implicar que, en ocasiones, no se vea muy claro si un determinado bien forma parte de uno o de otro. Es por ello que el propio Código Civil establece unos criterios bajo la forma de presunciones para imputar los bienes a un patrimonio u otro.