Como se ha indicado, los cónyuges o futuros cónyuges pueden escoger libremente el régimen que más les convenga de los tres que propone la ley. El de separación de bienes es el segundo más extendido y supone, en la práctica, la existencia de muchas de las capitulaciones matrimoniales.
Como su propio nombre indica, en el régimen de separación de bienes los patrimonios conviven en una situación de autonomía e independencia, lo que no excluye ciertos puntos de conexión entre los mismos.
Esta autonomía económica se erige como una ventaja manifiesta a la hora de una posible ruptura matrimonial: al no haber patrimonio común no es necesaria ninguna liquidación posterior, lo que determina una mayor rapidez y un menor costo en el proceso, a la vez que no supone consecuencias negativas ni para los hijos (cuyas relaciones y protección son independientes del régimen económico matrimonial) ni para la economía doméstica (porque se prevé un régimen de gastos domésticos y similares). Además es un régimen que comporta una mayor seguridad patrimonial en el sentido que supone una limitación de las deudas de un cónyuge respecto al patrimonio del otro. Al no existir patrimonio común, el cónyuge no responsable se encuentra fuera del poder de los acreedores, situación que es bastante cómoda sobre todo en el caso de que el otro cónyuge sea empresario y, por lo tanto, sometido a un plus de riesgo económico.
Por todo ello es una opción por la que se decantan gran número de parejas españolas y la previsión es que siga aumentando progresivamente.
En general, para poder someterse al régimen de separación de bienes es necesario que conste la voluntad expresa de los cónyuges para ello en capitulaciones matrimoniales, ya que, en caso contrario, regiría de forma subsidiaria el de sociedad de gananciales, de acuerdo a lo establecido por el CC.
Sin embargo, es posible la aplicación de este régimen en otros casos, a saber:
– Si le resulta de aplicación alguna normativa foral (Baleares, Cataluña, etc.) que disponga como régimen subsidiario el de separación de bienes. Recordemos que el criterio de la foralidad se rige principalmente por la vecindad civil común de los cónyuges, su voluntad, el primer lugar de residencia o el lugar de celebración del matrimonio.
– Si, aun no habiéndose estipulado expresamente, se han otorgado unas capitulaciones matrimoniales donde se excluyera el régimen de gananciales. En la pugna entonces entre los dos regímenes subsistentes, el legislador se decanta por el de separación de bienes, en una especie de segunda subsidiariedad.
– Si, continuando el matrimonio, se produjo la extinción del régimen de gananciales por cualesquiera de las causas ya expuestas y los cónyuges no han elegido otro (bien los gananciales de nuevo, bien el de participación).
No obstante no basta que concurran estas circunstancias para que el régimen goce de una completa efectividad ya que será imprescindible –si se quiere hacer valer frente a terceros– que, bien el documento notarial bien el judicial donde se materialice el cambio de régimen, se inscriba en el Registro Civil y en cuantos registros públicos sea necesario según los casos (propiedad, mercantil). Si no se hace así, se presumirá, en la mayoría del territorio nacional, que el régimen aplicable es el de gananciales con las consecuencias económico-jurídicas que de ello se desprende. De nada servirá a los cónyuges exhibir las capitulaciones matrimoniales posteriormente, si los terceros no tuvieron acceso a esa información: la ley considerará que el régimen existente era el de gananciales, se protegerá en principio la apariencia jurídica y la buena fe del tercero, que no imaginó un régimen de separación al no constar éste en ningún sitio.
La característica definitoria de este régimen consiste en que no se produce ningún patrimonio conyugal común: los cónyuges son titulares únicos de los bienes y derechos que adquieran antes y después de la celebración del matrimonio, independientemente del título por el que adquiera (oneroso, gratuito, por rentas o trabajo etc),
Ello no supone excluir la posibilidad de que algún bien o derecho pertenezca conjuntamente a ambos cónyuges (ej. automóvil adquirido a medias o herencia dejada a ambos) pero en estos casos se tratará de una simple copropiedad, igual que la que tendrían si en lugar del cónyuge fuera copropietaria otra persona.
Tal autonomía en los patrimonios hace que cada uno de los cónyuges tenga entera libertad de gestión, goce y disposición de los mismos, sin que sea necesario el permiso o la aquiescencia del otro, como sucede en el caso de los bienes gananciales.
Sin embargo afrontar esta separación patrimonial desde un punto de vista tan radical puede resultar contraproducente ya que, aunque existe un régimen de separación, es cierto que los cónyuges tienen una vida en común y que usualmente, al menos en los asuntos cotidianos, un cónyuge administrará o utilizará los bienes del otro. Para que estas acciones, tan usuales y, en ocasiones, imprescindibles, no se consideren como agresiones o intervenciones en un patrimonio ajeno, el Código Civil ve en el cónyuge a una especie de mandatario, con las mismas obligaciones y responsabilidades de éste salvo en aquellos casos en que haya actuado sobre los bienes para cubrir las cargas del matrimonio. Ello sucede para evitar tener que justificar acciones que en muchos casos, de cotidianas son irrelevantes.
En un principio se suele presumir que lo utilizado lo fue en interés familiar, pero el otro cónyuge puede probar lo contrario, en cuyo caso surgirá el deber de rendir cuentas en la misma extensión que lo haría un mandatario.
Así, igualmente consciente de que la separación patrimonial absoluta en la práctica es difícil, el Código ha introducido en su artículo 1441 la presunción de que si no se puede determinar a quien pertenece un concreto bien, se entenderá que pertenece a ambos cónyuges. En cualquier caso, si se logra demostrar lo contrario, el bien quedará adscrito al patrimonio de aquél que acredite ser su dueño.
Respecto a las obligaciones contraídas por un cónyuge, éstas se adaptan igualmente al criterio del patrimonio independiente: de ellas responderá únicamente el cónyuge deudor con todos sus bienes presentes y futuros, sin que ello suponga ninguna alteración directa en el patrimonio del otro.
Sin embargo, el Código distingue entre diferentes tipos de obligaciones: las que son estrictamente privadas de un cónyuge y aquellas que tienen su origen en lo que se llama ejercicio de la potestad doméstica. A estas últimas, contraídas para el mantenimiento o sustento de las necesidades familiares, se les otorga un régimen especial: deberán afrontarlas en proporción a sus patrimonios y tendrían derecho al reembolso de la parte correspondiente al otro cónyuge para evitar que por el hecho de la inexistencia de un patrimonio común desde donde afrontar tales gastos, se vea perjudicado el cónyuge que ha empleado su dinero para ello.
Además, si el cónyuge se niega, el juez puede adoptar medidas contra él, cautelares (para asegurar su solvencia) y ejecutivas (para actuar sobre sus bienes con el fin de obtener dinero para pagar tales cargas) ya que sus bienes están sujetos a las cargas que puedan pesar sobre el matrimonio.
Este régimen parece estar pensado para aquellas situaciones en las que ambos cónyuges tengan un patrimonio al que aporten regularmente nuevos activos. Al no haber patrimonio común ambos cónyuges tienen que aportar de forma más o menos cotidiana elementos a su patrimonio, para poder hacer frente, al menos, a los gastos domésticos que les corresponden. ¿Qué sucedería, pues, con el cónyuge que se queda a cargo del mantenimiento del hogar y que no percibe por ello un salario que nutra su patrimonio? Para evitar el lastre social de la no remuneración del trabajo doméstico y además para facilitar realmente una cierta igualdad entre los cónyuges, el Código Civil obliga a computar el trabajo de la casa como contribución a las cargas. Además, si el juez considera que, una vez valorado económicamente el trabajo casero, éste es superior a los gastos debidos por las cargas familiares, puede imponer al otro cónyuge que le abone una determinada cantidad de dinero o pensión en concepto de compensación. También es posible que los cónyuges la acuerden libremente y se la hagan saber al juez.
De cualquier forma, el régimen de separación de bienes no pretende ser un refugio para los fraudes a terceros. En efecto, sería muy fácil transferir los bienes de un patrimonio a otro para que, en pos de la independencia de los mismos, no pudieran ser atacados por los acreedores. Por ello, el Código Civil establece que se presumirá que el cónyuge que se encuentre en quiebra o concurso, donó a su respectivo la mitad de los bienes que aquél adquirió a título oneroso durante el año anterior o durante el tiempo en que se extienda la retroacción de la quiebra. Actualizado por la Ley concursal. Ello hace que los bienes del otro cónyuge puedan ser atacados por el concurso, si no llega a demostrar que realmente fue él quien, de forma propia y sin intervención del otro, los adquirió.