La prórroga


    Aunque la Ley de Arrendamientos Urbanos (LAU) no establece límites a la voluntad de las partes en lo que a la duración del contrato se refiere, ya que, según su artículo 9.1 la duración del arrendamiento será libremente pactada por las partes, lo cierto es que el texto normativo, en una pretensión por proteger al arrendatario limita las facultades del propietario a la hora de recortar o resolver dicho contrato. Así, la Ley 29/1994 consideró –como medio de dar estabilidad y seguridad al arriendo- la existencia de un plazo legal mínimo de 5 años a favor del arrendatario, lo que supone que el contrato de arrendamiento subsistirá al menos ese tiempo, aunque las partes hubieren pactado cosa distinta, siempre que ésta sea la voluntad del arrendatario, que es el que se entiende protegido.

    Para poder hacer esto la ley emplea un sistema de prórrogas anuales automáticas que operarán hasta que llegue dicho término. No obstante, como la finalidad es la de amparar al arrendatario, éste podrá renunciar al sistema de prórrogas (aunque no de forma previa a la celebración del contrato) con la consiguiente extinción del mismo en la fecha convenida, siempre que se hubiera preavisado al propietario con, al menos, treinta días de antelación de tal renuncia.

    Como puede observarse, en el mecanismo de la prórroga no interviene el arrendador, que permanece obligado ex. Artículo 9.1 LAU a soportar el arrendamiento durante el plazo legal prefijado en 5 años. En estos casos, el propietario se encuentra “atado de pies y manos” en lo que a la finalización del contrato se refiere.

    Además, en un guiño favorable al arrendatario, toma la ley la opción de considerar el inicio del contrato desde la efectiva puesta del inmueble a disposición de aquél, para así evitar que, por causas formales (ej. Fecha de contrato anterior) se burle el plazo de la prórroga.

    Sin embargo la propia norma contempla una excepción que permite suavizar el rigor de dicha prórroga forzosa. Hasta ahora, no procedía la prórroga si se había pactado expresamente en el contrato que ésta no operaría si tuviera necesidad el arrendador de ocupar la vivienda arrendada antes del transcurso de cinco años para destinarla a vivienda permanente para sí. Es decir, ante la necesidad real de acceder a la vivienda, se prefiere al que, en definitiva, es su titular.

    El cambio que introduce la Ley de 24 de noviembre de 2009 supone una ampliación en este punto: no procederá la prórroga forzosa en el mismo caso pero también si los destinatarios de la vivienda son “familiares en primer grado de consanguinidad o por adopción, o cónyuge en los supuestos de sentencia firme de divorcio o nulidad matrimonial”. El motivo es sencillo: se hace primar no sólo al titular sino también a su familia más cercana frente al arrendatario, tal y como hacía la legislación de arrendamientos de 1964, para evitar la paradoja que supondría la tenencia de una vivienda que no pudiera disfrutarse ni por el titular ni por sus allegados en caso de necesidad.